18.6.07

Zodiac: así es como se hace, señores

David Fincher es famoso por su perfeccionismo extremo y su carácter obsesivo. Tal vez por eso sus imágenes están cargadas de ese extraño halo de pose fotográfica, ese aire de bodegón en que todo está en su sitio aunque parezca casualmente caído ante el objetivo. Cuentan que el plano de la pastilla de jabón cayendo ante la cámara que aparecía en el trailer –sólo en el trailer- de “El Club de la Lucha” es el resultado de la friolera de 128 tomas, todas destinadas a conseguir la caída que dejara la pastillita justo en el ángulo deseado y con el punto justo de espumita y salpicones que quería el director. Durante la promoción de “La Habitación del pánico”, pronunció una frase que puede resumir perfectamente su filosofía de lo que es rodar, y por extensión, hacer películas. “Dicen que hay 1000 formas distintas de rodar una escena; yo creo que 999 de ellas son incorrectas”. Es decir, para Fincher, el perfeccionismo no es el objetivo, sino el único camino.
Nadie lo diría asistiendo a la aparente austeridad de la puesta en escena de esa inconmensurable obra de precisión que es “Zodiac”. El director californiano olvida las CGI, los montajes imposibles y las filigranas visuales para contar la historia de la gente que investigó los asesinatos de este psicópata al que aún no se ha identificado oficialmente. Porque ante todo se ha de decir que la película no cuenta la historia del asesino, sino de los personajes que, a lo largo de dos agónicas décadas, recopilaron millones de datos y hablaron con centenares de personas para pillarle y no lo consiguieron; centrándose sobre todo en el dibujante del San Francisco Chronicle Robert Graysmith, obsesionado con los acertijos que planteaba Zodiac en sus cartas, y el inspector de homicidios que, a pesar de su frustración, acabó abandonando la investigación cuando Zodiac dejó de matar.
Fincher filma con claridad meridiana todos y cada uno de los recovecos de las pesquisas, presentando sin voluntad de síntesis a todos los personajes implicados, desde el director del periódico hasta el matrimonio que descifró, por afición, el acertijo de la primera carta. La avalancha de datos es constante e impía, a veces excesiva y siempre, siempre obsesionada con la clarificación, a pesar de la evidente dificultad que supone para el guionista ofrecer tantísima información, en su mayor parte en forma dialogada, sin apenas espacio para la distensión.
¿Y qué tiene que ver todo\nesto con la perfección de Fincher?. Mucho, pero sobre todo con su declaración de que hay una forma correcta de hacer las cosas. El director, a priori, podría haber hecho otro Se7en, más anclado en la realidad, pero se desmarca de su propia escuela y, viendo el material que tiene, elige la forma que cree correcta: la rotunda sencillez y claridad de los artesanos de policiacos de los 60 y 70: Lumet, Pakula, Pollack, incluso el Coppola de “La Conversación”, planean sobre el metraje de forma tan clara que parece que en cualquier momento va a desaparecer el Dolby y el doblaje va a quedarse en el entrañable MonoAural de las pelis de Harry El Sucio (por fortuna no es así, ya que al arsenal al que Fincher no renuncia es al sonido, simplemente prodigioso). Apenas vemos un par de momentos videocliperos, herederos directos de aquellos fotomontajes psicodélicos de los policiacos setenteros más desmadrados, puestos para resumir meses, incluso años de investigación, cuando el proceso se atasca y es necesario refrescar al sufrido espectador, ametrallado durante dos horas y media con fechas, nombres, lugares, medidas de zapatos, rótulos explicativos, llamadas telefónicas consecutivas y portadas de diarios sin piedad.
La película sólo se permite dos momentos eminentemente dramáticos en todo el metraje. El primero, un acojonante prólogo en que se relata el primer asesinato investigado, está construído en parte con datos policiales y en parte con una cierta licencia dramática necesaria para que aquello pueda constituir la definición de tono que toda película requiere de su escena inicial. Aunque la recreación de los hechos es probablemnete exacta, la escalada de tensión que muestra el montaje es deliberadamente cinematográfica, lo cual no quita para que sea también aterradoramente realista. El segundo momento es algo más gratuíto, si se piensa bien en las consecuencias de la secuencia con sus sucesivas (que son cero patatero): la escena del sótano. Deliberadamente delirante, en tanto que supone en parte realidad y en parte construcción mental del protagonista, lo único que aporta esa escena (aparte de una asquerosamente magistral exhibición de control del ritmo) es un necesario clímax dramático, dentro de la estructura del guión, para una historia que sabemos inconclusa (está claro que ese señor no es el asesino, pero la percepción del dibujante –y del espectador- ante el encaje aparente de las piezas en ese instante, en esa atmósfera y a esas alturas de la película, propician un momento clásico de”vale, ahora sé quién es el malo, justo cuando me tiene atrapado en su guarida” al que nadie quiere renunciar). Incluso se diría que Fincher ha usado esa secuencia de clímax deliberadamente gratuito, con la esperanza de que el espectador, como explica un poquito antes el policía acerca de otro sospechoso, encuentre a su culpable pensando que se irá a casa habiendo asistido a otro ejercicio de justicia de toda la vida (el héroe hace pagar al villano y todo lo demás), para arrebatarle esa satisfacción al momento siguiente. Y es que él, como todos los personajes realmente implicados en la historia, ya sabe quien es Zodiac, y de hecho el espectador también, aunque las pruebas digan lo contrario: John Lee Allen."
Ninguna de esas secuencias es la mejor de la película, claro está. Donde realmente Fincher debió partirse los cuernos es en la entrevista con el que la película considera el autor de los crímenes, en la sala de descanso de una fábrica. El punto central del relato lo constituye esta secuencia portentosa, precisa hasta la náusea, aparentemente televisiva pero profundamente estudiada, en la que el espectador, por primera vez desde hace mucho, puede asistir al planteamiento de una tesis fílmica en toda regla, en la que tanto el director como el guionista y el montador trabajan duro para poner todos los temas que les interesan en un diálogo. Si se sigue con atención el relato narrativo, todas las piezas llevan a ese momento, incluso una vez ha pasado, y todas las preguntas se responden ahí: Quién es Zodiac, por qué actúa, por qué no podemos pillarle, cómo acabará esto. A partir de esa secuencia prodigiosa, aparentemenete funcional, la película despieza su arsenal. La única duda que me queda es por qué no es ése el final de la película, aunque pensándolo bien tengo dos buenas razones para ello: una, porque la obsesión por la verdad no permite, en este caso, el relato discontinuo (no hay un solo flashback en toda la peli, al menos de algo que no se haya visto antes); y dos, porque una de las ideas que planean en la obra es que las cosas sólo son importantes en el momento, y después se olvidan y se aparcan, y eso fue lo que permitió a Zodiac convertirse en un caso no resuelto. Cualquier director del montón hubiera usado esa secuencia como final, guardando detalles y revelándolos entonces, fusilando a flashbacks durante el interrogatorio y concluyéndola como un triunfo de los policías, de los héroes sobre el mal, al que han podido identificar, aunque quede el detalle de que no pague por sus crímenes. Cuaqluier patán hubiera, incluso, relatado la entrada en la cárcel de Lee como una consecuencia del caso, para calmar las conciencias y dar al público la catarsis que pide, aunque sea falsa; pero Fincher, que convirtió la ejecución del asesino de “Se7en” en el momento de venganza menos satisfactoria de la historia del cine, tomó otra decisión, y cuando él cree que esa es la forma correcta, ningún manual del buen thriller puede convencerle de lo contrario.